ÁMAME
Acaríciame el rostro
recítame poemas
sonríeme.
Alborótame el pelo
di que me quieres
abrázame.
Yo contestaré con evasivas
reiré débilmente
y entre murmullos diré
ámame
SANAA
La mañana amaneció sin una sola nube en el cielo. Los pájaros, cantando en los tejados de las diminutas casas encaladas, despertaban a los vecinos del pueblo. Como una suave brisa en una tarde de primavera, tan suave que apenas es perceptible por los sentidos, llegó la trágica noticia; una noticia que no conmovió a nadie, salvo a una niña de apenas diez años que esperaba la llegada de su mamá sentada en el balcón de su casa.
Lucía pertenecía a una familia humilde. Separada de su madre por problemas que aún ignoraba, se había criado al amparo de su padre y abuelos. Sin embargo, hoy era un día especial para ella; su madre regresaba a casa después de pasar una larga temporada en un lugar desconocido, desde donde venía una vez a la semana para pasar unas horas a su lado. Hoy, ¡por fin!, su madre volvía para quedarse. De su última visita, aún guardaba en su mente el olor característico de su piel. ¡Cuánto la añoraba!
Cuando vio aparecer el coche por la calle principal, el corazón le dio un vuelco. Supuso que su querida progenitora aparecería repleta de juguetes y golosinas para ella pero en su lugar llegaron dos policías con caras serias y preguntando por la abuela.
Sólo una mirada bastó para que toda su alegría se derrumbase. Los dos caballeros, tras charlar unos instantes con la abuela, se marcharon, dejando a ésta preocupada y en silencio.
Lentamente la niña se dio la vuelta y, como una autómata entró en su habitación. Una vez allí dio rienda suelta a sus emociones y lloró hasta que el agotamiento se apoderó de ella. Pasados unos instantes, la abuela entró y se sentó en la cama junto a ella. Ambas tenían los ojos rojos por el llanto. La abuela acarició la cara de la chiquilla suavemente y le dijo:
- Lucía, hija mía, tu madre me dejó hace tiempo una carta para ti, haciéndome prometer que te la entregaría cuando fueses mayor y entendieses cómo funcionan las cosas en este mundo; pero creo que ha llegado el momento de que sepas quién es tu mamá. Toma la carta y léela mientras yo intento averiguar qué es lo que ha pasado realmente.
Isabel salió de la alcoba, y la niña aprovechó la ocasión para abrir un sobre amarillento en cuyo interior se encontraba una carta escrita con letras apenas legibles. El texto decía así:
“A mi preciosa Lucía…te quiero.
Te quiero: una palabra tan simple y sin embargo tan cargada de sentimientos y emociones.
Es curioso pensar cómo se pueden decir tantas cosas sin que nuestro corazón sienta lo que nuestros labios pronuncian, cómo se puede mentir de tal manera que la persona que escucha, a base de oírla una y otra vez, termine por creerlo.
Eso me ocurrió a mí. Conocí a tu padre en un momento complicado de mi vida, y me aferré a él de la misma manera que me aferré a aquel trozo de madera que flotaba en el mar, la noche que volcó el cayuco que me traía a tu país. Me encadené a él como lo hice con aquel degenerado que me ofreció dinero a cambio de una noche de placer. A ese billete le siguieron otros, y de ese modo me convertí en una vulgar prostituta, una degenerada sin valores en tierra extraña, sin escrúpulos ni conciencia…sin respeto hacia mí misma.
Me cautivó la juventud de tu padre y su risa de niño; también sus palabras cariñosas y esperanzadoras; sus besos y sus caricias. Ilusionada y con ganas de superarme en la vida me fui a vivir con él.
Yo, una pobre inmigrante, sin papeles ni trabajo, adicta al alcohol y que vendía su cuerpo en un burdel asqueroso, sufrí desde el primer momento el desprecio de su familia.
Pero él me quería… o eso solía decir.
Cuando bebíamos peleábamos y nos golpeábamos. Luego nos arrepentíamos, nos abrazábamos y hacíamos el amor.
Tú fuiste el resultado de una de esas noches. Pensaba que entonces todo cambiaría. Tendríamos la paz que habíamos gozado en contadas ocasiones, momentos de los que guardaba y guardo recuerdos maravillosos. Cuando naciste, me hiciste la mujer más feliz del mundo. Muchos proyectos acudieron a mi mente de muchacha nueva y reciclada. Pero, aunque en un principio pensé que al quedarme embarazada mejoraría nuestra relación de pareja, cuando te tuve en mis brazos comprendí que, de nuevo, me había equivocado, pues no era consciente de la responsabilidad tan grande que suponía criar a una hija.
¿Está una mujer con veintidós años preparada para ser madre? No lo sé; yo al menos no lo estaba.
Una noche que llegué ebria a casa, mi compañero, que también había bebido, cerró la puerta con llave y me impidió entrar para verte. Me amenazó con apartarte de mi lado y yo me volví loca de dolor. Entonces comencé a gritar y a golpear la puerta con las manos y los pies hasta conseguir abrirla. Acto seguido él me golpeó acusándome de mala madre y de muchas cosas más. Estábamos encolerizados los dos y no éramos conscientes de nuestros actos. Finalmente lo agredí, golpeándole varias veces en la cabeza con una botella de cristal. Los vecinos, molestos por los gritos, llamaron a la policía. La noche terminó para mí durmiendo bajo un portal y separada de ti, mi niña.
A la mañana siguiente él me denunció por agresión y, por no cuidarte, me llevaron ante el juez, que, en una sentencia provisional, me puso una orden de alejamiento. Sólo me estaba permitido verte tres días a la semana durante dos horas al día.
¿Sabes lo que se siente cuando quieres conseguir algo y no puedes? Yo sí lo sé: el mundo se te hace pequeño, el día pierde su luz y el alma duele tanto, tanto, que te cuesta respirar, andar, hablar. Sólo deseas llorar, pero llega un momento en que ni eso puedes.
Ahora, después de la sentencia, me han recluido en un centro para mujeres. Quieren que me desintoxique, “reinserción social”, lo llaman ellos. Pero mientras yo estoy en este centro, luchando contra esta dependencia, tú estás creciendo lejos de mí y no puedo disfrutar de esos momentos que vive una madre cuando abraza a su hija, le da de comer o simplemente la observa.
Te escribo una carta todos los días, para que cuando seas mayor puedas conocer la situación que he vivido y entiendas estos sentimientos que salen de lo más profundo de un corazón roto.
Te escribo mil cartas, mil palabras anotadas en un trozo de papel sin vida, que no me inspira ni pizca de confianza, pero que me libera de todo el dolor que tengo acumulado en mi interior.
Quiero que sepas que me he impuesto una terapia dolorosa, pero que me está haciendo mucho bien. Cuando me siento mal cierro los ojos y pienso en tu carita de ángel, esa piel morena, tersa y suave y tu media sonrisa cuando estás dormida, como si soñases con algo que te hace feliz. Pero luego despierto a la realidad, y creo escuchar tus gritos de niña hambrienta y asustada. Entonces me maldigo por ser la causa de ese dolor que tanto te afecta y lloro con el mismo desconsuelo con que lloras tú. Y es precisamente ese dolor tan intenso el que me obliga a frenar mis impulsos, a decir “no” cuando todo mi cuerpo dice “sí”. Esos gritos los tengo grabados en mi memoria, como si de una canción se tratase. No me dejan dormir, no me dejan vivir. Quisiera eliminar ese llanto para cambiarlo por risas, y sé que la única manera de conseguirlo es curándome de mi dependencia, convertirme en una mujer sana, alegre, sin ningún tipo de ataduras salvo las que me unan a ti, mi reina.
¡Pero es tan difícil!
Recuerda esto, preciosa: eres lo que más quiero en el mundo, por ti voy a luchar contra este demonio y contra todos los que se me crucen en el camino. Sólo te pido un poco de paciencia”.
Con todo mi amor.
Sanaa.
Lucía dobló el papel mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas. Oyó unos golpes en la puerta y a continuación entró la abuela con cara esperanzadora.
- ¿Qué pasó, mamita?
- Nada, mi cielo. Tu madre fue atropellada por un conductor que se encontraba ebrio. Ahora está en la sala de cuidados intensivos. Los médicos dicen que se recuperará. Alegra esa cara, cariño, vamos a verla.
Lucía se enjugó las lágrimas, y riendo como sólo una niña puede hacerlo, tomó la mano que le tendía su abuela. Una vez más, la vida le había sonreído.
FELICIDAD A TOPE
Desde hacía dos años, Elisa soñaba todas las noches con aquel maravilloso día. Por fin había llegado y se sentía muy feliz. Delante del gran espejo había un rostro radiante, orgulloso y satisfecho. La peluquera había llegado y le había recogido su larga melena en un precioso moño, dejando unos rizos que caían revoltosos sobre sus hombros dándole un aire juvenil y desenfadado.
No es que Elisa fuese vieja pues a sus cuarenta y dos años se conservaba bastante bien, aunque la vida no hubiese sido generosa con ella en algunas ocasiones. Sin embargo, su carácter abierto y extrovertido hacia que pusiese buena cara al mal tiempo y que se enfrentase a los problemas con coraje y valentía. Sonó el timbre de la puerta y entró María, su amiga encargada de maquillarla para tan excepcional ocasión.
María la maquilló con tonos suaves y acaramelados, realzando el color azul intenso de sus ojos y perfilando sus carnosos labios con un rojo fuego sensual y provocativo.
La imagen del espejo sonrió a Elisa. Tenía una mirada pícara y una mueca de satisfacción en su boca.
Esa imagen estaba contenta, con ganas de seguir adelante, sin ninguna intención de un arrepentimiento a última hora. Estaba segura del paso que por fin iba a dar después de muchos años de incertidumbre, dudas y titubeos.
Una vez peinada y maquillada se dispuso a vestirse.
El vestido era blanco satén, adornado con flores de plata y con un corte estrecho que le marcaba su esbelta figura. Poseía un enorme escote en la espalda y una abertura lateral que al paso dejaba al descubierto un muslo apretado y bien formado. Completaba el vestuario unos zapatos en plata y de altísimo tacón. Cuando estuvo preparada, Elisa salió a la calle, respiró el aire puro que le faltaba a sus pulmones por culpa del estrés y se dirigió al despacho de su abogado.
Allí la esperaba Antonio que al verla la miró con ojos de sorpresa y admiración a la vez.
- No es necesario que lo hagamos, Elisa. Podemos hablarlo y llegar a un acuerdo-, había dicho Antonio en un último intento por salvar la situación.
La mujer lo miró con ojos penetrantes intentando leer su pensamiento. Luego, lentamente, se volvió hacia su abogado y con voz firme y segura dijo.
- Date prisa, por favor. Mis amigos me están esperando y no quiero defraudarlos.
Una sonrisa se dibujó en sus labios rojos y un destello de luz brilló en sus azules pupilas.
- No todos los días se puede celebrar un divorcio.