La chica de Elisa.
Elisa era una mujer guapa y atractiva. A pesar de haber superado los cuarenta, poseía un espíritu joven al que acompañaba un cuerpo esbelto y llamativo. Tenía el pelo moreno, largo hasta los hombros y un poco rizado; pero lo que más llamaba la atención eran sus ojos vivaces rallando la picardía y su sonrisa seductora y atrevida. Sin embargo, cuando la gente la conocía, apreciaba en ella un gran corazón lleno de generosidad y una tremenda facilidad para entregarse al necesitado.
Aquella noche, Elisa se encontraba sentada en el patio de su casa. Era un patio amplio que servía de jardín y entrada a su humilde pero acogedora vivienda.
Una incesante luciérnaga giraba en torno al farolillo que, suspendido de un pequeño sarmiento, iluminaba un precioso racimo de uvas que intentaba tomar el color dorado que tanto agradaba a Elisa.
Sobre la mesa, un vaso de tinto con hielo quitaba calor a la velada, mientras Curro, su gato favorito, ronroneaba tendido junto a ella, sumergido en un plácido sueño.
“Es una noche perfecta”, pensaba de vez en cuando, separando los ojos del libro que estaba leyendo y disfrutando de la calidez que le otorgaba el verano.
En algunas ocasiones se deslizaba los cascos y se limitaba a escuchar los cantos de unos grillos escondidos en la oscuridad. Sin embargo, la historia que estaba leyendo la tenía totalmente enganchada, por lo que rápidamente retomaba su lectura.
– ¿Y aquellas ruinas que se ven al fondo qué son?–preguntó el chico entusiasmado.
–Son restos de la antigua muralla que defendía la ciudad. Aquella ruina que ves allí con apariencia de arco es una de las antiguas puertas de la muralla. Creo que se llama la “Puerta del viento”. La muralla de origen árabe, bordea toda la parte sur, el casco antiguo donde se asentaron los musulmanes cuando conquistaron estas tierras. Mira, vuélvete… ¿Ves esa construcción sobre el tajo con árboles que parecen que se quieren caer?
–Si, debe ser una casa de gente importante.
–Es la llamada casa del rey Moro. Dice la historia que fue construida por un gran príncipe que trajo del norte de África muchas flores que adornaron con su color y olor toda la comarca. En el jardín hay varios desniveles y a las distintas terrazas se accede a través de pequeñas escalinatas decoradas con azulejos. Hace algún tiempo que visité esos jardines y quedé maravillada con sus canalillos y sus fuentes y estanques cubiertos por nenúfares. En el interior de la casa hay una mina de captación de agua, también de origen árabe, y una escalera tallada en la misma roca con más de trescientos escalones que baja hasta un manantial que brota en el fondo del tajo. Dicho tajo por dentro está hueco y contiene estancias, desde aljibes hasta habitaciones que fueron utilizados como polvorín y depósito de grano.
– ¡Qué interesante! ¿Tú lo has visitado?– Volvió a preguntar el chico cada vez más sorprendido.
–No, está cerrado al público. Además, en aquellos tiempos esta mina era todo un secreto y gracias a ella los musulmanes podían resistir los ataques de los enemigos.
Cuenta la leyenda que, cuando algún cristiano era apresado por los árabes, el castigo que le imponían era acarrear el agua desde el fondo del tajo hasta la superficie. ¿Imaginas tener que subir trescientos y pico de escalones cargado de agua? Dicen que los cristianos, cuando maldecían a alguien les gritaban: “en…
Sumida en este maravilloso mundo, Elisa percibió un tenue gemido. Levantó la cabeza, extrañada, y separó los cascos de sus oídos. Miró a su alrededor, pero no vio nada que pudiese inquietarla. No dando demasiada importancia al acontecimiento intentó concentrarse en la historia que estaba leyendo, pero un nuevo gemido la sobresaltó. Depositó el libro sobre la mesa y, lentamente, se acercó a la cancela que la protegía de la solitaria calle. Entonces su corazón, un poco acelerado, comenzó a latir a toda velocidad. Sobre la acera, casi desnuda y respirando con dificultad, se encontraba una chica de apenas veinte años. Elisa se acercó hasta ella, sigilosa, y la examinó algo extrañada.
La joven apenas podía moverse, pero al verla un destello de esperanza brilló en sus ojos y, con gesto de dolor, susurró casi al borde de la inconsciencia un tímido “ayúdame”. Intentó tenderle la mano, pero al separarla de su vientre un golpe de sangre limpia manchó la falda.
Elisa permaneció inmóvil durante unos minutos, pues no sabía qué hacer ni qué decir. Luego, despavorida, corrió hacia el interior de la casa y se dirigió hasta el dormitorio donde su marido estaba acostado. Lo zarandeó varias veces, mientras sus ojos despedían gruesas lágrimas y un nudo en la garganta le impedía emitir sonido alguno. El hombre, desorientado, se dejó llevar hasta la calle.
–Dios mío, joder, joder… ¿qué ha pasado? – exclamó al ver el estado de la chica.
Nadie respondió. La muchacha intentó incorporarse, pero una nueva mancha de sangre salió de su abdomen. El hombre, haciendo alarde de su fuerza masculina, la cogió en brazos y la llevó hasta el interior de la casa, depositándola sobre el sofá. Ella permaneció con los ojos casi cerrados y la respiración entrecortada.
El esposo tomó el teléfono y llamó al servicio de urgencias, mientras su mujer se retorcía las manos y permanecía en el quicio de la puerta completamente bloqueada.
–Es una emergencia, por favor vengan lo más pronto posible, una joven se está desangrando.
Minutos más tarde, una ambulancia se detuvo en la puerta de la casa. Un médico y un enfermero entraron rápidamente y prestaron los primeros auxilios a la muchacha que estaba entre la vida y la muerte.
– ¿Qué ha ocurrido?– quiso saber el médico.
–No lo sé. Mi mujer la encontró ahí fuera en estas circunstancias.
–Está bien –dijo el doctor dirigiéndose a Elisa–. Mañana hablaremos.
Ella asintió con la cabeza mientras le daba vueltas, nerviosa, al anillo que tenía en el dedo; pero no pronunció palabra alguna.
Finalmente consiguieron detener la hemorragia, introdujeron a la chica en el coche y se marcharon hacia el hospital.
Aquella noche, Elisa durmió gracias a los efectos de un somnífero, pero tuvo sueños llenos de monstruos que se comían unos a otros. Despertó temprano, se arregló un poco y se encaminó hacia al hospital. Preguntó por una chica cuyo nombre desconocía pero que había ingresado la noche anterior gravemente herida.
La enfermera miró el registro, luego a ella, y finalmente le dijo que, con las señas que dio Elisa, joven, con el pelo rojizo y con una herida abdominal, había ingresado una joven que se encontraba en cuidados intensivos, pero que debía ser trasladada a otro hospital para realizarle unas pruebas especiales.
La mujer preguntó por su estado de salud y la enfermera contestó que era crítico pero que si quería mas información debería hablar con el doctor que la había atendido la noche anterior.
Elisa dio media vuelta y salió de la clínica con la mirada de la chica grabada en su retina y preguntándose cuántas mujeres vivirían aquel calvario todos los días por culpa del fanatismo de algunos hombres que consideraban a sus parejas como simples propiedades.
Varias semanas más tarde, Elisa se encontraba tomando el fresco. Tenía el mismo libro sobre las piernas, la brisa de la noche acariciaba su rostro y el gato lamía sus pies descalzos.
De pronto la cancela se abrió y un cuerpo encorvado entró en el patio de la casa. Elisa contempló en silencio aquella melena. Rápidamente se levantó de la butaca y, avanzando hacia la joven, la estrechó contra su pecho, mientras una lágrima resbalaba por su mejilla.
– ¡Qué alegría, chiquilla! ¿Estás bien?, ¿Has cenado?, ¿Puedo saber qué te ocurrió? Perdona mi brusquedad… pero estaba muy preocupada. Te serviré un refresco. ¿Qué te apetece?
–Zumo, por favor –contestó la chica con una sonrisa.
Elisa entró en la casa y al cabo de unos minutos salió con dos vasos de refrescos en una bandeja. Invitó a la chica a sentarse y esperó impaciente a que bebiese un poco. A continuación volvió a bombardearla con las mismas preguntas.
–Fui al hospital, hablé con el doctor y me dijo que estabas en estado crítico. Debían hacerte unas pruebas para las que tenían que trasladarte a otro centro. No obstante, todos los días he sabido de tu evolución gracias a la enfermera que te atendía. Pero dime… ¿qué fue lo que te ocurrió?
–Me enamoré de la persona equivocada. El amor es ciego y yo… no supe ver más allá de mis sentimientos. Cuando le dije que pensaba abandonarlo se volvió loco gritando que no podía dejarlo, que le pertenecía y que antes de verme con otro me vería en la tumba. Salí de la casa y él corrió tras de mí. Cuando me alcanzó forcejeamos, me clavó un cuchillo en el abdomen y, al ver la sangre, se asustó y huyó. Caminé sosteniéndome en la pared y, cuando vi luz en tu patio me acerqué, pero me fue imposible llegar. Entonces tú viniste y me ayudaste. Eso es todo.
– ¿Y qué piensas hacer ahora?
–Me iré lejos, soy joven y me espera un futuro lleno de posibilidades. Pero no quería marcharme sin despedirme y darte las gracias por lo que hiciste.
Las dos mujeres permanecieron charlando un rato, sentadas bajo las doradas uvas y contemplando de vez en cuando las estrellas. Luego, tan misteriosa como había llegado, la chica se levantó y se marchó.
Elisa sonrió levemente y buscó, entre las páginas de su libro, la última frase que había leído poco antes: "no es dinero lo que necesita el ser humano, sino respeto y cariño".