–¡Dios mío, qué tarde es!
María dio un salto de la cama y se calzó las zapatillas. Cogió la bata, se la anudó a la cintura y se dirigió hasta el cuarto de baño.
–¡Qué mala cara tienes, hija mía. Date un baño a ver si resucitas –se dijo ante el espejo.
Recogió su larga melena en una coleta, la coloco encima de la cabeza y la sujetó con unas pinzas.
–Espero que no le importe a mi hija, -dijo para sí-. Además ella siempre dice que quiere que esté guapa y que coja sus cosas cuando me hagan falta.
El agua le acarició la cara. Estaba un poco fría pero no tenía tiempo para esperar a que se calentase. Esos eran los momentos que más agradecía del día, el instante de recibir en su cuerpo la delicada caricia que le proporcionaba el agua tibia de la ducha.
Pero hoy no podía recrearse, se le había hecho tarde y tenía que ir al colegio para recoger las notas de su niña. La Navidad estaba cerca y el primer trimestre a punto de terminar.
Se vistió rápidamente, se colocó un poco de carmín en los labios y, dirigiéndose a la habitación de su hijo, lo sacó de la cuna.
–Vamos, cariño, a mamá se le hace tarde. No llores por favor, luego si quieres te compro el cochecito que tanto te gustó ayer.
Tomó a su hijo en brazos y se dirigió al coche que tenía aparcado frente a la casa. Acomodó al pequeño en su sillita, le colocó el cinturón de seguridad y a continuación repitió la operación consigo misma.
Cuando llegó al parking del colegio le extrañó verlo vacío, pues a menudo tenía que dar varias vueltas hasta encontrar aparcamiento.
Estacionó su vehículo, tomó a su niño en brazos y se dirigió a la entrada del centro escolar.
–Cariño, es necesario que vayas andando, mamá se cansa de llevarte siempre en brazos. ¿No quieres? Vale, no llores, mamá es fuerte y puede contigo.
Cuando llegó a la sala de profesores la maestra se encontraba sentada frente al ordenador.
–Hola, Sofía
–Hola María…¿qué te trae por aquí?
–¿No le diste la nota a mi hija diciendo que viniese por la evaluación? Sé que llego un poco tarde, lo siento.
Sofía la miró en silencio pero no dijo nada. Se levantó lentamente de su silla y tomándola del brazo le dijo que la acompañase hasta su clase.
–A ver… sí, aquí está; Elisa Atienza. Bien. Quiero decirte que tu hija está mejorando bastante con respecto al año pasado. La encuentro más atenta, más responsable, termina casi siempre los deberes y en clase se muestra interesada por lo que explico. Con respecto a los compañeros también he notado que se está integrando en el grupo, se muestra más relajada con ellos y…
–¿Siguen con las bromas y los insultos?
–No. Desde que viniste a hablar con la directora tuvimos una reunión con ellos y les pusimos las cosas muy claras. Además, a todos los hemos incluido en el grupo de coeducación que está impartiendo nuestra psicóloga y parece que han cambiado su aptitud.
–Me alegro. El año pasado la tenían a la pobre acosada por completo. No podía siquiera salir a la calle con sus amigas.
–No te preocupes, María, los niños son muy injustos unos con otros, pero te aseguro que aquí están tratados por expertos que saben en todo momento lo que deben hacer y decir.
–Eso espero. ¿Le has mandado tareas para las vacaciones?
–Sí, sobre todo lectura. En matemáticas va bien así como en el resto de las asignaturas. Si quieres te recomiendo varios títulos para que le escojas el libro que más te guste. En la biblioteca tenemos varias colecciones para niños de su edad.
–Está bien. Gracias Sofía, eres una gran profesora.
–Feliz Navidad.
María salió de la clase y se dirigió a la salida. Un largo pasillo, adornado con plantas al borde de la muerte restaba frialdad a los espacios vacíos. Numerosos murales hechos por los niños estaban colgados de las paredes. María se detuvo un momento buscando el dibujo que con tanto esmero había hecho su hija unos días antes. Era el más bonito de todos; un dibujo del portal de Belén donde la virgen miraba tiernamente a su hijo mientras lo amamantaba. María sonrió orgullosa y, mientras recorría el pasillo, recordaba cada aula, cada pizarra y cada pupitre de aquel colegio en el que ella también había estudiado de pequeña. Hacía tiempo de eso, pero cada vez que entraba volvía a su niñez, y un hilo de melancolía invadía todo su cuerpo.
De pronto, un calor entre las piernas la devolvió a la realidad.
–¡Maldita menstruación!, a ver por qué diablos no se retira ya de una condenada vez. Cariño, quédate aquí, quietecito, que mamá vuelve en seguida.
María entró en el baño y cerró la puerta. Al cabo de unos minutos salió y volvió a cerrar la puerta tras de sí. Se dirigió adonde había dejado a su hijo pero…éste no estaba. Miró alrededor pero no había nadie. Salió al patio que se encontraba cerca y tampoco encontró al pequeño. Volvió a entrar, se dirigió a la sala de profesores pero estaba vacía. Su corazón comenzó a latir deprisa. Buscó las escaleras con la mirada y corrió hacia ellas con la incertidumbre de que su hijo hubiese caído rodando por ellas. Bajó los escalones con rapidez, los volvió a subir, subió al segundo piso, bajó… pero su hijo no estaba.
–Ya sé, seguro se ha ido a la clase de informática para que algún niño le ponga el juego de los sims, o a la sala de proyecciones para ver una peli de dibujitos, o a la sala de inglés para ver los murales en la pared.
Recorrió todas las salas, en algunas había niños que al entrar la miraron sobresaltados, otras estaban vacías, otras cerradas con llave.
María, cada vez más nerviosa, paseaba de un lado para otro, visitaba los sitios que ya había visto antes, miraba hacia arriba, hacia abajo, recorrió los pasillos, el baño, los patios… pero su niño no estaba. Comenzaba a ponerse histérica. Recordaba que su médico le decía que, cuando sintiese pánico, respirase profundamente, inspiraciones largas, profundas, hasta que le doliese el pecho de tomar tanto aire, luego expiraciones lentas, hasta que notase que no tenía oxígeno en los pulmones. Tampoco esto le sirvió de mucho. Estaba asustada y lo único que quería era correr hacia cualquier sitio, no sabía adonde, pero correr, correr, correr.
–María, ¿qué te pasa?
–Ay Sofía, suerte que te encuentro. He perdido a mi niño. ¿No lo has visto por ahí?
–Pues no, no lo he visto. ¿Qué ha pasado?
–Entré un segundo en el baño y lo dejé en la puerta. Cuando salí no estaba. Ay Sofía, estoy muy asustada, ayúdame a buscarlo, por favor.
–Está bien, María, te ayudaré, pero tranquilízate. ¿Has llamado a tu casa?; igual algún niño lo ha visto solo y lo ha llevado hasta allí.
–Pues no, no había pensado en ello, pero no me he traído el móvil.
–No te preocupes, yo llamo por ti; en este estado vas a sobresaltar a tu marido.
Sofía sacó la agenda de su bolso y buscó en la dirección de sus alumnos. Inmediatamente encontró el teléfono de María. Marcó el número y esperó. Segundos más tarde alguien contestó.
–¿Sí, dígame, quién es?
–Hola Elisa, soy tu señorita. ¿Está tu padre en casa?
–Sí, ahora mismo te lo paso.
–Gracias, bonita.
–¿Dígame?
–Hola Luís, soy Sofía, la profesora de Elisa.
–Ah, hola Sofía…¿ qué ocurre?
–María está en el colegio. Ha venido por las notas de tu hija y…
–Pero la evaluación ¿no era esta mañana?
–Sí
–¿Y no fue?
–No, pero eso no tiene importancia, ya sabes que hoy tengo tutoría hasta las siete.
–¿Entonces?
–Es que… no sé como decírtelo. Ella asegura que traía a su hijo y que lo ha perdido.
–¿Cómo dices?
–Que ha perdido al niño. Lo dejó en la puerta del baño y cuando salió no estaba.
–¡Dios mío, qué cruz! Dile que no se mueva de ahí, voy en seguida. Adiós.
Sofía cerró el móvil y sonrió a María.
–No te preocupes, tu marido viene para acá.
Minutos más tarde Luís entró en el colegio. Su mujer corrió a su encuentro y se abrazó a él llorando a lágrima viva.
–¿Qué pasó?
–No sé, no sé. Entré un momento al baño, lo dejé en la puerta y cuando salí ya no estaba. Lo he buscado por todo el colegio, pero nadie lo ha visto. Seguro que alguien me lo ha quitado. Me lo han quitado, dios mío, me lo han quitado.
–Tranquilízate, por favor. Ven, te hago una tila mientras tu marido lo busca. Quizá se haya ido con algún niño a alguna sala y tú no lo has visto.
–¡No, no está, yo he buscado por todo el colegio! Me lo han quitado, me lo han quitado.
Mientras Sofía guiaba a María a la sala de profesores para hacerle una infusión que la tranquilizase, Luís recorría las aulas que se encontraban abiertas. Las actividades extraescolares acababan de finalizar y el pasillo se llenó de niños que regresaban a sus casas.
Una niña de unos siete años salió con algo en la mano. Era un muñeco, con un trajecito blanco, calcetines y zapatos también blancos y un pequeño gorrito azul.
–¿De dónde has sacado el muñeco? –preguntó Luis a la niña.
–Lo encontré en el pasillo. Supuse que alguien lo había dejado por descuido y lo llevaba a la monitora para que buscase a la niña que lo había perdido.
–Gracias pequeña, es mío.
Luís casi arrebató el muñeco a la desconcertada niña y, a paso rápido, se dirigió hasta la sala de profesores.
–¡Lo encontraste! Dios mío, mi pequeño. ¡Qué miedo he pasado, cariño!, creí que te habían secuestrado para pedir un rescate o peor aún, para sacarte los órganos y traficar con ellos. Gracias a dios que has aparecido. ¿Nos vamos a casa?
María cogió su bolso y tomó a su marido del brazo. La profesora seguía la escena en silencio. Luís volvió la cabeza hacia Sofía pero no dijo nada.
A veces, con una mirada, sobran las palabras.